domingo, 9 de octubre de 2011

Ella en la tormenta

Cuando no hay sol por ninguna parte, ni luz que resplandezca, sólo queda disfrutar y observar la belleza de la lluvia, de aquellas nubes grises que siempre nos han dicho son feas. Lo peor es, cuando aquella lluvia, brisa o tormenta, no permite que le observes, no se logra establecer una conexión telepática con tu interior y éste empieza a partirse, a abrirse como una grieta en el suelo, que con el paso del tiempo se terminará tarjando y separando; pero una tormenta no tiene tiempo, no da espera y puede ser instantánea. Es preciso tomar una decisión para que lo peor desaparezca: o se huye a toda prisa de la tormenta, o se deja llevar por ella, pero nunca se debe evadir a paso lento, porque ahora es el momento, porque el tiempo pasa y no te espera.

Ella está mojada, esta empapada de lluvia por todo su abrigo y su vestido rojos, las gotas de lluvia, y el aliento caliente que exhala por su boca hacen que sus lentes se empañen y decide quitárselos arrojándolos sobre el suelo. Está descalza, pues los tacones le eran bastante incómodos para caminar de un lado a otro, sin dirección, en círculos y diferentes figuras para terminar danzando sobre el lodo y el pasto. Ella va en contra del viento, como siempre, a veces se deja arrastrar, otras se queda estática, pero casi siempre va en su contra. No sonríe. Está feliz, pero no sonríe. Es quizás el único momento de su vida que ha sido realmente puro, y es muy fácil identificarlo, no sólo en la expresión de su rostro, sino en todo, en el lugar que ha escogido, apartado de la soledad, pero también de la sociedad, como si fuesen aquellas nubes, aquel césped a lo largo de tantos kilómetros, que entre uno y otro se pueden divisar uno o dos árboles, aquellos pequeños insectos que aunque pasen desapercibidos a sus ojos o a sus pies hacen parte del lugar, y aquel viento, sin el que nada hubiese sido posible (la tormenta, el momento, la vida en aquel lugar, la paz, el regocijo, la tensión y la incertidumbre), sus compañeros, fieles compañeros de la vida en su mente y en su corazón, sus recuerdos son su mayor amor de aquel momento.
Ella no baila, porque no sonríe, porque no es momento para sonreír, ella sabe que regalarle una sonrisa a aquel momento podría ser como burlarse de la vida; como ser el hipócrita más vil e inhumano; como pisar a dios y hacerlo añicos; como hacer llorar a un niño. Ella sabe eso y por lo tanto no sonríe, se siente feliz pero no sonríe, porque no necesita, porque en la tormenta, y sólo hasta aquel momento pudo comprender, se siente felicidad, no alegría.
El sonido del viento y la lluvia rozando el pasto reverbera en el valle. La tierra es barro ahora y la vida es agitada, sin relojes pero agitada, sin estrés pero con mucha incertidumbre. Sería bastante fácil tropezar contra una roca o hundirse en el barro y quedarse atrapado, sería lo normal por así decirlo, pero ella odia lo normal, odia tropezarse y caer, odia dar un paso en falso, por eso cada uno de sus espontáneos movimientos va cargado con una dosis de seguridad.
Las nubes tienen rabia, por eso gritan sin parar, se hablan las unas a las otras, a estruendos y a chillidos, y después de un rato ella decide imitarlas, gritar para sus propios oídos, valioso y puro grito. Sus pies están blancos, aunque sus talones llenos de barro y pasto.
Por debajo, cientos de insectos casi microscópicos e imperceptibles por ella, se agolpan para recibir un regalo de los dioses, que sólo se da en una tormenta inusual como ésta: unas cuantas misteriosas gotas que por debajo de aquellos pies resbalan, nutriendo al suelo de un agua con sal. Los insectos y demás animalitos, bailan y se mueven sin cesar por todas partes, felices por el regalo que han recibido, y deciden ascender a la superficie para manifestar su gratitud a los dioses, a la diosa de aquella lluvia salada y mágica que los llena de regocijo. Ella está feliz, en otro mundo y no en el que pisa, como si aquel lugar hubiera hecho que su cuerpo y su alma se separaran, su pasado incrustado en su cuerpo y su presente en su alma, es comprensible que no desee volver a él jamás. Sus ojos, perdición y mentira, se encuentran en una órbita intermedia entre su cuerpo y su alma, se postran sobre el valle pero se pierden en el horizonte de verde y gris, porque a duras penas distingue los colores, esencia de todo, las pestañas intentan esquivar cada gota de lluvia, más sin embargo algunas gotas son imprescindibles: tienen que caer sobre sus ojos, está escrito. Los ojos de ella, ahora son fuente infinita que inhala y exhala gotas húmedas.

La lluvia, pero no la lluvia del cielo, sino aquellas gotas mágicas, han hecho que los millones de animalitos casi microscópicos empiecen a trepar por los pies de aquella diosa, convirtiéndose todos en una capa negra y café que poco a poco intenta recubrir todo su cuerpo empezando por los pies. Ellos luchan por escalar, puesto que con la lluvia es bastante difícil hacerlo, se sostienen el uno sobre el otro y buscan rápidamente un lugar para sostenerse, miles caen cada segundo debido a fuertes golpes de gotas de agua que caes a toda velocidad, otros a causa del fuerte viento, por lo que se agarran cada vez con más firmeza, los que caen, desde la cima o desde lo más alto, vuelven a tratar de subir, porque nunca se detienen, porque son animales. Ella no piensa, ella no recuerda, ella no imagina, ella no canta, ella no oye y ella no ve, su cuerpo ahora está inmóvil, su alma está inquieta, su alma... no se puede describir donde se encuentra, porque no hay donde, ni hay cuando.

Ella siente, siente la vida, siente la paloma, siente la calefacción, siente lo sumergido, siente la bicicleta, siente la caída, siente el grito, siente una carta sin abrir, siente un suspiro, siente una palmera, siente el licor con cigarrillos, siente la iglesia en silencio, siente la explosión en una guerra, siente el accidente, siente las conversaciones, siente el silencio, siente, recuerdos y memorias... pero siente desde su alma. Su cuerpo grita, pero pasa desapercibido por ella, un extraño, un desconocido. Ella ha decidido sin saberlo, quedarse por fuera, viajar y navegar en el barco de Vangelis por toda la eternidad, perderse en la reverberación de un blues electrónico, olvidado.
Los insectos y animalitos ya llegan a las rodillas y cada vez avanzan con mayor frenesí, como si esas gotas extrañas les causara cierta reacción negativa, y necesitaran apagarlas, aquellas pobres inocentes criaturas, cautivadas por aquellas misteriosas gotas que son bastante venenosas, se inquietan por probarlas, son cientos los que deciden probarla y sucumbir ante la curiosidad, y terminan retorciéndose por el suelo en sus últimos minutos de vida, un dolor sofocante, una carga insoportable que no les es posible llevar a cuestas. Los demás, avanzan por las piernas de ella, recubriendo toda zona de piel y alcanzar a llegar a su vestido, por el que avanzan con mayor facilidad, sin dejar un solo hilo rojo al descubierto. A lo lejos se podría divisar aquella hermosa función, bella silueta, de insectos y animalitos a mitad de recorrido formando una capa negra que como lodo, impregna todo su cuerpo. Son millones, pero son uno, los animalitos que se desplazan sin ninguna orden, sin ninguna organización, todos al compás de todos, suben por su delgada cintura y sus pequeños senos, semicubiertos por el vestido, llegan hasta sus hombros y allí se dividen en 3, un batallón para recubrir cada mano y el otro para cubrir su cabeza, éste último avanza por el cuello y rodea su rostro, escondiéndose unos cuantos millones entre sus cortos y negros cabellos. Ya queda poco, una figura negra, con el rostro inmóvil, siempre sin sonrisa, hoy sin sonrisa. Por el rostro, entre sus mejillas, los insectos descubren una barrera que impide su paso, y entonces sin reflexionar, deciden sacrificarse unos cuantos con aquel adictivo veneno para poder avanzar, logran sellar sus labios, su nariz y sus mejillas, por encima los que permanecían en su cabello alcanzan a descender a las cejas, y es entonces cuando han descubierto el origen de aquellas gotas diferentes a las de agua: sus ojos, que ni en un mundo ni en el otro, ni en el cuerpo ni en el alma, se mantienen inmóviles y brillantes como siempre lo fueron, bellas perlas radiantes color marrón, como si tuvieran su propio sol, o como si pudieran sacar a éste de entre las nubes y la tormenta y robarlo para sí mismos.
Sin embargo, no son imbatibles, y por el contrario, están en su momento más vulnerable, su vida, fuente de energía, ha dejado de estar en ellos, se ha largado para siempre y sólo queda un destello en ellos, una luz muerta que da su último haz, como los últimos latidos de un corazón que ya no tiene vida, que se mueve a causa de la inercia, y es en ese momento en el que la capa negra llega hasta los ojos de ella, que su alma deja de llorar. En ese momento todo está resuelto, los problemas han llegado a su fin, incluso, el dilema más fatal y que tanto la desesperó en su vida ya está resuelto, el dilema de sexo o amor, ya no es un problema, su decisión está hecha, está terminada, ha sido tal la perfección de aquel momento, que aquel dilema se ha solucionado, se han entrelazado y confundido en uno solo, y ella por fin ha descansado. Ha llegado a su última instancia, porque después no sigue nada, y ella, no será más un recuerdo infinito.

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