Durante un tiempo, mi vida fue
sentarme a escuchar canciones en inglés y fumarme todos los olores de incienso,
grato olor que amablemente calentaba mis tardes frías. Fui mudo por muchos
años, impotente por no hablar el lenguaje que ellos hablan, yo solo entendía…
Yo solo.
Con el pasar de estaciones, de
fines de semana y de amores de 20 días, empecé a darme cuenta de lo triste que
era vivir feliz.
Fue en ese entonces cuando vi a
mis profes, a mis padres y a mis abuelos repitiéndome las mismas palabras que
de niño nunca presté atención, discutí con mi conciencia, le dije que se acostara,
que me dejara tranquilo. En ocasiones le daba vino, la embriagaba hasta tal
punto que me dejara hacer lo que yo quisiera, ella casi siempre fue un estorbo.
Ella era mi felicidad, mi triste felicidad.
Yo la amaba, la aceptaba tal cual
con sus consejos y sus ideales, de algún modo me hacía sentir seguro, me
permitía caminar en medio de gente con firmeza y con una sonrisa, era mi
sustento de vida, lo fue por mucho tiempo. Cómo olvidar las tardes de otoño que
no había música, aquellas pisadas por las calles húmedas, como nos reíamos de
todo, buscándole algún chiste o una imaginación corta, algo gracioso. Tantos
caminos que recorrimos, tantas y tantas reflexiones, tantos recuerdos…
Hoy camino por los mismos senderos casi echando todo de menos, cuando logro pensar, cuando logro estar sólo, en
un segundo o dos, mientras se reproduce algún tema, y entonces por fin me doy cuenta
que siempre voy a preferir la alegría de vivir triste.
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